“El prejuicio es una predisposición axiomática para aceptar o rechazar a las personas por sus características sociales bien sean reales o imaginarias” (Light, Keller y Calhoun, 1991). Desde la psicología social, es una condición humana que nos inclina a responder de cierta manera frente a un estímulo de acuerdo a un precepto o canon anterior. Usualmente tiene una connotación negativa hacia un grupo, lo que implica sentimientos o creencias de desvalorización hacia el mismo, expresando un desacuerdo explícito, que muchas veces conlleva al desprecio hacia condiciones o características del grupo.
De acuerdo a las teorías modernas, el prejuicio es una actitud aprendida, en base a las experiencias que la persona ha tenido a lo largo de su vida y especialmente, durante su infancia. Los niños pequeños aprenden en primer lugar, lo que la familia o la sociedad piensan del mundo, antes de conocer dichos eventos por sí mismos. Por ello, un prejuicio puede tener consecuencias negativas, pues se parte de un juicio de valor negativo ante un grupo, basado en información insuficiente o incompleta.
Al final, un prejuicio es una forma distorsionada de interpretar la realidad, puesto a que tiene una base real, pero a su vez, contiene información errónea, exagerada o generalizaciones accidentales ocasionadas por una experiencia previa o ajena. Por esta razón es resistente al cambio y hay mucha dificultad para eliminarlo, ya que las personas lo creen con veracidad, incluso cuando se le muestren pruebas contrarias en la realidad. William James decía que “un gran número de personas piensan que están pensando cuando no hacen más que reordenar sus prejuicios”.
Hoy en día, pese a la globalización y a las campañas de igualdad, se siguen escuchando expresiones como:
“Todos los hombres son iguales”.
“Las mujeres son unas exageradas”.
“Las rubias son tontas”.
“Los sudamericanos son escandalosos”
“Los árabes son terroristas”.
“La mujeres brasileñas son las más guapas”
“La comida italiana es la mejor del mundo”
“Los europeos no saben bailar”
Y es que cuando se logra emplazar un prejuicio en una persona, resulta realmente complejo superar esa obcecación, porque los prejuicios son previos al juicio de la razón. De hecho, muchas veces lo que hacemos es generalizar o prestar atención discriminada a aquellas cosas que refuerzan nuestra creencia previa, de tal forma que hace que “la realidad” encaje con el preconcepto.
Algunos investigadores plantean que en tiempos evolutivos nos fuimos adaptando para hacer juicios instantáneos sobre si alguien está en nuestro “grupo interno” o no; debido a que eso podía terminar salvando la vida de una persona.
Mahzarin Banaji, estudiosa india del comportamiento humano y profesora de Harvard, señala que “los prejuicios implícitos vienen de la cultura. Creo que son la huella dactilar de la cultura en nuestras mentes. Los seres humanos tienen la capacidad de aprender a asociar dos conceptos muy rápidamente. Eso es innato. Lo que podamos enseñarnos a nosotros mismos, lo que elijamos asociar, es cosa nuestra” (2014).
Banaji señala que es posible una educación contra los prejuicios, sin embargo, el cómo hacerlo es lo que todavía resulta problemático o poco claro. Esto se debe a que cuando se intenta educar, se hace contra los estereotipos ya instalados.
Por ello, tanto la familia como la escuela como entes primordiales en la educación y formación de valores de los niños, deben hacer un esfuerzo extra en promover el pensar y actuar con independencia, procurando fundamentar bien las razones de la propia conducta, sin asumir una actitud hostil o de rechazo hacia las diferencias por el mero hecho de que los demás la tomen.
Cuando logramos establecer una comunicación con otros sin prejuicios, abrimos un canal para una escucha activa por parte de la otra persona, pero sobre todo, nos predisponemos a una mejor escucha de nuestra parte. Si los prejuicios se pueden aprender, también se pueden desaprender.