La emetofobia es el miedo patológico a vomitar uno mismo, a ver a otra persona vomitando, el temor de sentir náuseas o el miedo irracional a ver el vómito (Stossel, 2014)
Muchas personas con emetofobia también tienen otros trastornos, como ansiedad social, agorafobia y miedo a volar, porque su mayor terror es exponerse a situaciones en las que podrían vomitar, en privado o en público, razón por la cual, estos individuos tienden a evitar ir a un restaurante, consumir alcohol, asistir a eventos sociales y subir a un autobús, especialmente si hay niños que podrían vomitar (Stossel, 2014).
R.T padece de emetofobia y lleva contabilizados los días desde la última vez que vomitó. De hecho, han pasado “treinta y cinco años, dos meses, cuatro días, veintidós horas y cuarenta y cinco minutos” desde la última vez que lo hizo en junio de 1979. Eso significa que ha pasado aproximadamente el 60% de su vida preocupándose por algo que lleva más de tres décadas sin hacer, lo cual es totalmente irracional.
R.T ha llegado a pensar que el estar en permanente vigilancia es lo que le ha protegido “mágicamente”, por refuerzo neurótico de su sistema inmunológico o por pura evitación obsesiva de los gérmenes, intoxicaciones y virus estomacales. Cuando ha comentado esto a la psicoterapeuta, ella le ha respondido “digamos que tienes razón respecto a esa relación causal; tu conducta aun así es irracional porque desperdicias gran parte de tu tiempo y minimizas tu calidad de vida a base de preocuparte por algo que, aunque es desagradable, es muy infrecuente y casi siempre inocuo desde el punto de vista médico”. Por tanto, el coste de R.T al reducir su hipervigilancia sería contraer un virus estomacal, muy de vez en cuando, a cambio de recuperar su propia vida.
Como consecuencia, R.T también presenta rasgos de germofobia: evita hospitales, baños públicos, se mantiene alejado de los enfermos, se lava obsesivamente las manos, le presta excesiva atención a la procedencia de todo lo que come, etc. Incluso, tiene escondidas bolsas para el mareo (que coge de los aviones) por toda la casa, el coche y la oficina, por si le asalta repentinamente la necesidad de vomitar. Lleva siempre consigo un antiemético.
Ante tales conductas, se realizaron varias sesiones de exposición imaginada para acabar con la emetofobia del paciente. Sin embargo, a la sexta sesión, el paciente señaló que “con sinceridad estaba menos ansioso que avergonzado y asqueado al intentar curar su fobia de hablar en público por temor a vomitar a través de una falsa conferencia, con una falsa audiencia entre imágenes de vómitos, puesto que era consciente de que siempre podía escapar de esa situación irreal”.
Vomitar se hallaba en el núcleo de temores de R.T. por lo que se le sugirió enfrentarse cara a cara con la fobia, es decir, vomitar. Para ello, se preparó una sesión de exposición real con emetofóbicos de larga duración. El paciente tomó ipecacuana, un jarabe utilizado para inducir el vómito. Empezó a sentir unas ligeras arcadas y se volvió hacia el váter, pero no experimentó que nada subiera del estómago. Al cabo de un rato, volvió a dar una arcada y percibió la convulsión del diafragma. Las náuseas iban y venían como oleadas, según describía R.T, volviendo a dar ruidosas arcadas sin que nada saliera. El paciente empezó a transpirar, sudar y sentía que desvanecía, podía aspirar el vómito y llegar a morir.
Tras unos 40 minutos de sesión, el paciente no vomitó, por lo que se le sugirió tomar más ipecacuana. Sin embargo, nada ocurría. La enfermera encargada de medicarlo le dijo: “Eres la persona con más control que he visto. Nunca antes había pasado esto con ningún paciente que se expusiera a este medicamento”.
Se decidió dar por concluida la prueba. La paciente tenía náuseas, pero menos que al principio del proceso. La experiencia en general resultó traumática y R.T aumentó sus niveles de ansiedad, sin embargo, al juzgar por su resistencia a los efectos de la ipecacuana, concluyó que tenía una gran capacidad para evitar el vómito
No obstante, las posteriores sesiones adquirieron un tono desganado e incómodo. La terapeuta y R.T sabían que el proceso entre ambos se había acabado.
Como psicoterapeutas con formación en psicología clínica debemos estar preparados para que algunos casos sean duros o no encontremos la conexión con el paciente idóneo para que la intervención sea efectiva. Con una correcta especialización, con programas como el Máster en Psicología Clínica y de la Salud de ISEP, debemos estar preparados para reorientar el tratamiento en caso que veamos que el proceso actual no funciona.